El Guadalquivir fluye
henchido de fuerza y vida.
Sus aguas corren alegres
por un cauce sin puertas ni cierres,
sostenido sobre tierra fría.
Su alrededor es nuboso
pero él continúa impasible
sin rastros de melancolía,
decidido y orgulloso.
A su margen, un conejo
(que lo usa de espejo
para no ver su reflejo).
El conejo es bien consciente
del fragor de la corriente
y es por eso que no salta,
y ni a los peces entiende.
Encaramado a la orilla,
dejando pasar el tiempo,
decide entre sufrimientos
pero va el cuervo y lo pilla.
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